domingo, 1 de febrero de 2015
Los Siete Samuráis (o por qué eres un mierdas si no la has visto)
En 1954 se estrena Los Siete Samurais de la mano del intrépido director Akira Kurosawa. Con un argumento muy sencillo -que no justifica las tres horas de duración de la película-, el largometraje en un principio aparenta ser un simple Chanbara (subgénero cinematográfico del Jidaigeki que hace referencia a todas aquellas películas épicas de acción dramáticas ambientadas en el medievo japonés). Kurosawa, yendo un paso por delante, buscó no solo entretener al público con aventuras y peleas trepidantes, sino construir personajes profundos con un intenso espíritu humano (intención muy recurrente en sus otras producciones como Rashomon (1950) y Dersú Uzalá (1975)), así como generar entre ellos conexiones sentimentales y conflictos personales que interrelacionan su destino y evolución. Esto explica por qué no veremos una batalla hasta ya pasada hora y media de película, lo que puede hacerse pesado para los espectadores más impacientes, pero se justifica inmediatamente al comprender las identidades que se edifican alrededor de los siete samuráis, los campesinos, y los bandidos que amenazan con atacarles.
Estamos ante una película con muchas singularidades, la primera de ellas es el propio título, ya que bien pensado, el grupo de siete protagonistas no son samuráis propiamente dichos, sino que se trata de ronins (samuráis vagabundos sin amo durante el periodo feudal japonés que generalmente se dedicaban a vender su belicoso talento al mejor postor) y es un punto a tener en cuenta pues sin error, la película los califica como samuráis en relación con el desarrollo del argumento, en el que se revelará en ellos un honorable sentido de la justicia, el deber y la bondad altruista, diferente al de los demás ronin y más cercano al de la excelencia moral que se les atribuía a aquellos samuráis de mayor nivel.
La película además gira en torno a la idea de la "buena muerte", tema ya tratado por Kurosawa dos años antes en su largometraje Vivir (1952), que sugiere que todas nuestras acciones, especialmente la propia muerte, tienen una profunda reacción en las personas que nos rodean, por lo que ésta puede ser en sí misma un vehículo para transmitir un mensaje a aquellos que nos sobreviven. Es por eso por lo que a Kurosawa le encanta matar personajes -sin llegar a las escabechinas de George R.R. Martin-, pero evocando esa catársis propia del drama clásico y shakespiriano, razón por la que tal vez dirigió Ran (1985), adaptación japonesa de El Rey Lear.
Está mal que yo lo diga, pues soy muy fan de ese actor, pero creo que la interpretación de Toshiro Mifune constituye una razón de peso para no perderse esta obra cinematográfica. Mifune en esa época se encontraba probablemente en su mejor etapa tanto atlética como interpretativa, y su gran entrenamiento como jinete y en distintas artes marciales le permitió prescindir de dobles o especialistas en todas las escenas -habiéndolas especialmente peligrosas en la segunda mitad de película. Al mismo tiempo, es capaz de meterse en la piel de Kikuchiyo, personaje clave de la trama pues pese a su comportamiento cómico e infantil y su gesticulación histriónica y altanera, es el conductor moral implícito, quien se encargará de juzgar y valorar los acontecimientos y criticar las injusticias (su discurso a mitad de película sobre los campesinos probablemente ha pasado a la historia del cine). Con él podemos conectar una ingente cantidad de Shonen (obras de manga o animación japonesas de acción destinadas a público joven) que se inspiraron en la actuación de Toshiro Mifune en esta película para construir sus personajes.
Los campesinos son el eslabón más débil de la sociedad feudal japonesa: son saqueados constantemente por bandidos y samuráis, violan a sus mujeres y las matan si se resisten, queman sus hogares y malviven en la ignorancia y la pobreza. Pero Kurosawa intentó evitar esa dignificación tan cristiana del sufridor, y hace de ellos y de su mundo una definición compleja y cruda, ya que el vivir bajo el yugo de la pobreza, la brutalidad y la violencia hace de ellos pusilánimes, avaros, desconfiados, mentirosos y egoístas, lo que muchas veces les conduce a cometer crímenes comparables a los que son víctimas. No obstante, pese a ser conscientes de esta doble moral de los campesinos, estos siete ronins les prestarán su protección invocando esa quijotesca idea de luchar por aquello que es justo aunque cueste la vida.
Los efectos técnicos son sin duda otro aliciente que invita a sucumbir a esta película. Kurosawa, junto con su equipo de producción invirtieron muchísimo tiempo y dinero en el rodaje -inversión que sería recompensada económicamente por el enorme éxito de taquilla que tuvo en Japón-, pues mimaron mucho la combinación de imagen y sonido, dejándonos por un lado una recreación visual nítida del Japón de siglo XVI que les brindó una nominación a los Oscars de 1956 por mejor diseño y de vestuario y otra por mejor dirección artística. El sonido también fue exquisito gracias al talentoso trabajo de Fumio Hayasaka con su banda sonora, que pasaría a la historia.
No puedo concluir pasando por alto el papel que dejó esta película en la posteridad. Entre las adaptaciones y homenajes más destacados que ha tenido Los Siete Samurais, se pueden subrayar Los Siete Magníficos (1960), versión western para el público americano, Bichos: una aventura en miniatura (1998), producción de Pixar que revive este relato desde la original perspectiva de unas hormigas que son atacadas por saltamontes; y otras obras inspiradas como el videojuego Seven Samurai 20XX, y varias referencias en producciones de la cultura pop.
Cuando la revista británica Empire la juzgó como primera en su lista de "Las mejores películas del cine mundial", quizás se propasó un poco, ya que no es la película de la que el propio Kurosawa se sienta más orgulloso. Pero sí es sin duda una maravillosa historia atemporal que valiéndose del archiaceptado género de la acción, profundizó en la tragicomedia de la vida humana desde la perspectiva de semejantes humildes personajes, con los que uno no solo puede empatizar a través del espacio y el tiempo, sino aprender de sus experiencias vitales.
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