Mi hermano es un gilipollas. Y no porque lo diga yo, más bien porque lo dice todo el mundo. Es un gilipollas redomado, vamos, lo que en Canarias se cataloga como un pollaboba. ¿Y qué pecado cometió para ganarse ese desafortunado título? Pues que estudia Filosofía. De verdad. No os miento. El primogénito de mi padre tiene que encogerse de hombros y sonreír desganadamente cada vez que que algún intelectual -de los que abundan en esta vasta piel de toro- al escuchar la carrera que escogió le vomita encima una sucesión de intrincados y sofisticados argumentos para devolverlo a la realidad <<¡Filosofía! ¿Y con eso de qué trabajas? ¿No sabes que vas a acabar viviendo bajo un puente?>> <<¡Sí, eso es lo que te conviene a ti! Búscate un trabajo de verdad y déjate de filosofear>>.
¿De qué va a servir un pensador en el país del ladrillo? ¿De qué le iba a servir a uno estudiar las ideas de Spinoza cuando lo que se busca son profesores de religión? ¿Qué utilidad práctica reporta leer a Voltaire cuando la vida política puede resumirse en las divertidas tertulias de La Sexta Deluxe? ¿Quién iba robar tiempo lectivo a nuestros adolescentes para enseñarles ética, moralidad y civismo a si lo que importa es que aprueben -que no aprendan- Historia y Matemáticas? Lo dicho. Mi hermano es un gilipollas. Porque este es un país que necesita a Amancio Ortega para sacar a nuestra economía adelante, necesita al Pequeños Nicolás para narrarnos los entresijos del politiqueo más irrelevante, necesita a Pedro Sánchez llamando a Sálvame para solidarizarse con los cachorritos y a Dora la Exploradora para educar a nuestros hijos. Y los gilipollas, todos bajo un puente, bien escondidos donde nadie pueda verlos. Si Séneca, Cervantes y Ortega y Gasset hubiesen vuelto a nacer en la época de mi hermano, se morirían de hambre. Como buenos gilipollas que eran.
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