Sofía había protestado todo el día fútilmente para intentar librarse de esa ceremonia irritante tan autóctona de las clases medias, aunque ahora que estaba allí no se sentía tan mal. Ella jamás lo reconocería en alto, pero le gustaba esa gente al fin y al cabo eran su familia. Abuela Nani se acercó a ella con la sutileza de un experto ladrón e introdujo un billete en su bolsillo como un camello pasando droga y la susurró con una sonrisa pícara:
-Ahórralo, para que vayas con tus amigas a comprar ropa -Sofía solo respondió con una pequeña risa aprobatoria y deslizó su mirada hacia sus pantalones <<¡20 euros! Podrás decir lo que quieras de ella, pero esta viejilla se porta>>. Hizo ademán de abrazarla, pero ella ya se estaba yendo con toda la prisa que la vejez le permitía a la cocina. Quería a su abuela, ¿cómo no hacerlo? Pero era una mujer demasiado rudimentaria, su vida se había limitado a la cocina y el cuidado de sus descendientes como una buena hormiga al servicio de la evolución. No tenían mucho de lo que hablarse mutuamente, Sofía soñaba con irse a América, quería llegar a ser una cantante como Regina Spektor y Lorde y todas esas mujeres que le encendían la lumbre de su inspiración y pasar la vida llevando mil y un turistas a su cama.
Claro que todo eso no dejaba de ser un sueño, en sus perspectivas de futuro más austeras se imaginaba trabajando aquí y allá para mantener un piso en alguna zona urbana y un gato que la ignoraría. Pero jamás, jamás de los jamases caería en el insensato pecado de atarse a otra persona para aliviar la vejez. ¿Qué le pasaba a todo el mundo? <<¡Echadle un par de huevos y morid solos!>> solía pensar al ver a esos matrimonios quincuagenarios hastiados el uno del otro.
Justo entonces pasó por la puerta la prueba empírica de su teoría.
-¡Te costó llegar eh, yerno! Tu hija vino caminando desde Cruz de Piedra y lleva aquí media hora -recriminó el abuelo Ramón a papá con un mal fingido tono desenfadado mientras se acercaba a recibirles.
-Feliz Navidad a ti también, suegro -sonrió mientras colgaba el abrigo de su mujer.
-Hola papá -añadió ella con voz amable-. Estuvimos quince minutos buscando dónde aparcar. Está imposible el tráfico por La Laguna. ¿Falta alguien más por llegar?
-Tu hermana, como siempre claro -intervino Abuela Nani desde la cocina.
Pronto los padres de Sofía se acomodaron y la cena transcurrió repitiendo el guión de todos los años: los hombres se ponían al día de las novedades del mercado de invierno o de la comidilla política del momento mientras ellas charlaban de trivialidades de equiparable calibre. Sofía se había estado hipnotizado con el Whatsapp hasta que le sobresaltó el golpe que su padre dio en la mesa. Había atrapado a todos los comensales con su discurso acerca de Podemos. Estaría impresionada por su oratoria si no supiera que está parafraseando a Eduardo Inda y ayer lo pilló ante el espejo ensayando ese monólogo <<¡Será basto el muy...!>> Necesitaba alejarse de su asfixiante pedantería, necesitaba alejarse de todo eso, así que huyó al baño en busca de refugio. Al llegar, la puerta entreabierta mostraba a través del espejo a su madre de rodillas llorando frente al retrete.
Sofía se quedó en shock, como si un coche cargase contra ella a toda velocidad y su cuerpo no respondiese. Durante un instante sopesó darse la vuelta, fingir que había visto gigantes en lugar de molinos y recuperar su asiento, pero un apagado sollozo de su madre la animó a entrar.
-Mamá... -susurró mientras cerraba la puerta detrás de sí. La señora Reymond había llegado con un elegante y discreto vestido de noche gris y se había planchado el pelo, dándole un peinado largo que descansaba sobre sus hombros y le brindaba un aspecto rejuvenecido. Pero ahora parecía una pobre caricatura de sí misma; las lágrimas hicieron lo que quisieron con su maquillaje y su melena parecía un esparadrapo amorfo como si se lo hubiese estado estrujando. Sofía no pudo sino abrazarla sin más durante un momento que le pareció un universo eterno. Se fijó en las manos de su madre, tenía lo que supuso que era un termómetro, hasta que se dio cuenta de qué era realmente y se sintió terriblemente estúpida.
-No... No quiero... -susurraba doña Reymond con un hilo de voz ahogado. Entonces acarició con ambas manos las mejillas de su hija- Yo te quiero, cariño. Te quiero. Pero ahora no puedo, no puedo otra vez...
-¿Qué pasa? -fue lo único que pudo decir, todas las palabras se atropellaban en su lengua y no conseguía hacerse una idea de qué podía decir, o qué debería decir.
-Si tu padre se entera de que estoy... Él simplemente no quiere oír hablar del divorcio, y ahora que estoy...
Entonces enterró la cabeza en el pecho de su hija para apagar sus gemidos. Su madre llevaba meses hablando a su marido del divorcio, pero su dependencia económica le impedía mudarse o separarse de él y el orgullo, o las pocas cenizas que de eso quedaban, y la preocupación por su hija la ataban a ese matrimonio. Ahora, con un segundo bombo en camino, el señor Reymond la tenía atrapada, había ganado. Juego, set y partido.
Una rabia indómita se apoderó de Sofía y tras colocar la cabeza de su madre frente a la suya proclamó iracunda:
-Él no se va a enterar de una mierda. Vas a divorciarte y lo mandaremos a la mierda.
-¿Y el bebé...?
-No va a haber ningún bebé -respondió solemne. Se miraron entre sí durante un instante interminable en el que el tiempo se desintegra.
P.D: Feliz Navidad, fantasma.
Sofía se quedó en shock, como si un coche cargase contra ella a toda velocidad y su cuerpo no respondiese. Durante un instante sopesó darse la vuelta, fingir que había visto gigantes en lugar de molinos y recuperar su asiento, pero un apagado sollozo de su madre la animó a entrar.
-Mamá... -susurró mientras cerraba la puerta detrás de sí. La señora Reymond había llegado con un elegante y discreto vestido de noche gris y se había planchado el pelo, dándole un peinado largo que descansaba sobre sus hombros y le brindaba un aspecto rejuvenecido. Pero ahora parecía una pobre caricatura de sí misma; las lágrimas hicieron lo que quisieron con su maquillaje y su melena parecía un esparadrapo amorfo como si se lo hubiese estado estrujando. Sofía no pudo sino abrazarla sin más durante un momento que le pareció un universo eterno. Se fijó en las manos de su madre, tenía lo que supuso que era un termómetro, hasta que se dio cuenta de qué era realmente y se sintió terriblemente estúpida.
-No... No quiero... -susurraba doña Reymond con un hilo de voz ahogado. Entonces acarició con ambas manos las mejillas de su hija- Yo te quiero, cariño. Te quiero. Pero ahora no puedo, no puedo otra vez...
-¿Qué pasa? -fue lo único que pudo decir, todas las palabras se atropellaban en su lengua y no conseguía hacerse una idea de qué podía decir, o qué debería decir.
-Si tu padre se entera de que estoy... Él simplemente no quiere oír hablar del divorcio, y ahora que estoy...
Entonces enterró la cabeza en el pecho de su hija para apagar sus gemidos. Su madre llevaba meses hablando a su marido del divorcio, pero su dependencia económica le impedía mudarse o separarse de él y el orgullo, o las pocas cenizas que de eso quedaban, y la preocupación por su hija la ataban a ese matrimonio. Ahora, con un segundo bombo en camino, el señor Reymond la tenía atrapada, había ganado. Juego, set y partido.
Una rabia indómita se apoderó de Sofía y tras colocar la cabeza de su madre frente a la suya proclamó iracunda:
-Él no se va a enterar de una mierda. Vas a divorciarte y lo mandaremos a la mierda.
-¿Y el bebé...?
-No va a haber ningún bebé -respondió solemne. Se miraron entre sí durante un instante interminable en el que el tiempo se desintegra.
P.D: Feliz Navidad, fantasma.